Servicio noticioso – Número 134 – junio 4 de 2006
Juan Diego García
EL TURBION.
Las elecciones presidenciales del 28 de mayo en Colombia confirmaron la mayoría de los pronósticos y, en opinión de algunos, han inaugurado una nueva etapa en la vida política del país. En particular, se subraya que el hundimiento del Partido Liberal –siempre mayoritario–, el papel intrascendente de los conservadores –el otro partido tradicional– y el destacado rol del Polo Democrático Alternativo, que ha sido la segunda fuerza más votada, significan el fin del sistema de partidos tradicionales y la consolidación de un nuevo escenario en el cual habría dos grandes actores: la derecha, representada por Uribe Vélez, y una izquierda agrupada en torno al Polo de Gaviria Díaz.
Juan Diego García
EL TURBION.
Las elecciones presidenciales del 28 de mayo en Colombia confirmaron la mayoría de los pronósticos y, en opinión de algunos, han inaugurado una nueva etapa en la vida política del país. En particular, se subraya que el hundimiento del Partido Liberal –siempre mayoritario–, el papel intrascendente de los conservadores –el otro partido tradicional– y el destacado rol del Polo Democrático Alternativo, que ha sido la segunda fuerza más votada, significan el fin del sistema de partidos tradicionales y la consolidación de un nuevo escenario en el cual habría dos grandes actores: la derecha, representada por Uribe Vélez, y una izquierda agrupada en torno al Polo de Gaviria Díaz.
Pero una lectura más rigurosa permite ver que, al lado de estos elementos nuevos, muchas cosas no han cambiado en absoluto y continúan como rémoras de un sistema político de segregación, violencia y exclusión.
Lo primero que se destaca es la persistencia de la abstención: un 55% de los electores no ha acudido a las urnas. Uribe, prácticamente como en las elecciones de 2002, apenas ha conseguido el apoyo de uno de cada cuatro votantes, con lo cual no solo él sino el mismo sistema político quedan en evidencia. Si el rechazo ciudadano a las elecciones fuera simplemente coyuntural no sería tan preocupante. Pero en Colombia, y al menos desde hace medio siglo, sólo en ocasiones muy excepcionales alguien consigue movilizar al electorado por encima del 50%, restando con ello legitimidad a quienes salen elegidos.
Asombra cómo la clase dirigente colombiana –y los mismos analistas– apenas hacen mención de este abultado rechazo a eventos electorales que se suponen la prueba básica de todo sistema de representación. Si los apoyos del 99% se asocian por lo general con los sistema dictatoriales –las llamadas "elecciones a la búlgara"–, ¿qué decir de un sistema político que nunca consigue siquiera el respaldo de la mitad de los electores?
Casi nadie se detiene a analizar las causas del problema y los candidatos elegidos, desde ediles y alcaldes hasta el mismo presidente de la República, se dan por muy satisfechos con respaldos electorales ridículos que harían sonrojar a cualquiera que comparta los valores de la democracia representativa.
Uribe, para no ir más lejos, consiguió alrededor del 25% del electorado efectivo en las elecciones de 2002, cargando con acusaciones muy graves sobre fraude masivo en su favor, y en las de este domingo 28 de mayo el porcentaje apenas se eleva al 27%, nuevamente con denuncias muy graves aún por investigar.
En realidad, la novedad del movimiento de Uribe no lo es tanto: la verdad es que el uribismo está conformado principalmente por la mayoría de los viejos caudillos de los partidos tradicionales. Y esto ocurre porque los conservadores, desde hace muchos años, arriaron las banderas democristianas y abrazaron con entusiasmo el neoliberalismo –del cual el señor Uribe es hoy su mayor representante en el país–, mientras los liberales, por su parte, han ido desembarcando en el movimiento de Uribe y, de hecho, conforman el núcleo básico de su estado mayor. Los liberales que no lo han hecho formalmente y que han permanecido en la oposición tampoco están muy lejos del presidente electo y sólo esperan la oportunidad para un aterrizaje discreto en la burocracia. Tan sólo el ala socialdemócrata que representa Serpa Uribe, candidato oficial del liberalismo en estas elecciones, podría mantenerse como oposición, pero siempre como una fracción minoritaria de este partido.
Es cierto, sin embargo, que en el uribismo sí hacen presencia –y no poca– algunas fuerzas políticas nuevas: es pública y notoria, por ejemplo, la activa militancia de los llamados paramilitares y, sobre todo, de sus bases sociales. Lo predican abiertamente y, aunque incomodan sobremanera a los uribistas 'decentes', no ha habido un distanciamiento claro y menos un rechazo a estas gentes, vinculadas a las páginas más negras de la violenta reciente del país y al narcotráfico.
Es muy probable que el liberalismo tradicional se deshaga de sus dirigentes socialdemócratas más connotados y desembarque en pleno en el nuevo gobierno 'para salvar la patria', haciendo con ello honor a una tradición que dura ya medio siglo y que tuvo en el Frente Nacional su mejor exponente. Hablar, entonces, del fin de bipartidismo es muy relativo, dado que liberales y conservadores han estado alternándose en el gobierno y distribuyéndose el botín burocrático como si fuesen, en realidad, un único partido y –lo más importante– compartiendo plenamente el programa neoliberal y la relación privilegiada con Washington.
Ni siquiera los paramilitares resultan tan nuevos en Colombia: en realidad son la continuación de otras bandas de civiles dedicadas otrora a la violencia contra la oposición, con el apoyo directo y la tolerancia oficial –y ahora con la asesoría de los Estados Unidos e Israel–. Antes eran los llamados 'pájaros', hoy son los temidos 'paracos' –realmente legalizados y aparentemente desmovilizados mediante la Ley de Justicia y Paz–.
Tampoco es tan cierto que la violencia haya estado ausente en este proceso electoral: En realidad, sólo la guerrilla ha cumplido con su promesa de no interferir en los comicios. Los paramilitares sí han estado muy activos en su tarea de intimidación y amenaza, estando aún por esclarecerse crímenes atroces contra personas vinculadas, directa o indirectamente, a dirigentes de la oposición y que algunos atribuyen a los 'desmovilizados' de la ultraderecha.
Tampoco es nuevo el discurso oficial, que describe el país como el maravilloso mundo de Alicia y al evento electoral como una prueba más de la solidez de la civilidad colombiana. Es un discurso ensalzado con los mejores adjetivos de la lengua castellana y afectado de una solemnidad casi religiosa, que transmite la imagen de una Colombia democrática, diferente del resto del continente, que no conoce dictadores. Tan sólo ahora, y ante lo apabullante de los acontecimientos, se reconocen dos lunares que afean "el rostro de la patria": el llamado terrorismo y el poder del narcotráfico. Y se habla de esos dos fenómenos como una especie de protuberancia externa y ajena a la naturaleza del orden social, como una suerte de imposición injusta de los dioses a un país pacífico por naturaleza. El gobierno habla de la violencia como si en ello no tuviera responsabilidad alguna y la clase dirigente se refiere al narcotráfico como si el asunto le fuera completamente ajeno.
Violencia y narcotráfico aparecen como una maldición divina que solo podrá ser conjurada por un presidente de aspecto angelical como Uribe: una especie de joven seminarista, disciplinado y trabajador que tranquiliza a las señoras bien y a los empresarios preocupados –aunque no le falten escenas de histeria cuando le llevan la contraria–. Una imagen bondadosa y tranquila que contrasta con el balance de violencia de su primera administración y que espantaría al más valiente. En efecto, al margen de unas cifras oficiales optimistas en las que nadie cree, las organizaciones defensoras de derechos humanos registran alrededor de siete mil personas muertas de forma violenta o desaparecidas, tanto por paramilitares como por las mismas fuerzas oficiales.
En la propaganda gubernamental Colombia es, entonces, un país de ensueño. Pero parece que, a más del 50% del electorado, tales fabulaciones hipócritas no le sirven de consuelo y piensa resignado que, con estas elecciones, poco o nada cambia en el país, como no sea que los partidos tradicionales se reorganizan en un nuevo Frente Nacional que gira en torno a Uribe, que la violencia seguirá siendo el deporte nacional por antonomasia y que el cacareado crecimiento del PIB sólo beneficia a unos pocos.
En realidad, lo más novedoso es, sin duda, la irrupción de la izquierda. Ante el Polo Democrático y ante los sectores socialdemócratas del partido liberal se abre un horizonte de incertidumbres y de retos. Los precedentes no son precisamente halagüeños: basta recordar la operación de exterminio contra la Unión Patriótica (UP) en los años 80. A pesar de su probada vocación pacífica, el Polo y los liberales opositores ya han sido afectados por la violencia, ya han sido arrinconados y satanizados, ya se ha lanzado sobre ellos la sombra de duda que los señala como "agentes de la guerrilla" y que precede y justifica el atentado personal del sicario, que tantas vidas ha segado en las filas de la izquierda colombiana, o de la práctica del 'operativo militar múltiple', como denominan los paramilitares a la masacre de inocentes.
En Colombia, las amenazas de la ultraderecha no se hacen en vano. Por eso, es tan grave que el único argumento serio de Uribe contra la izquierda durante la reciente campaña electoral haya sido precisamente acusarla de connivencia con la guerrilla, al tildarla de ser "comunistas disfrazados que van a entregar el país a las FARC".
Ni una palabra de Uribe sobre la paz en el discurso de la victoria en la noche del domingo. En eso también mantiene la mejor tradición de la clase dirigente del país. Alentadores los llamados de Gaviria Díaz a la unidad y la continuación de la lucha. Es lo nuevo y esperanzador.
El anterior escrito no refleja necesariamente la posición política e ideológica de EL MACARENAZOO, por lo tanto no se responsabiliza del mismo.
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